jueves, 18 de abril de 2013

La bajada a los Infiernos


LA BAJADA A LOS INFIERNOS

Por aquel entonces, me disponía a seguir investigando para completar una obra que dejé a medio acabar y seguí buscando enigmas y secretos de este, nuestro mundo, con la esperanza de no cansarme nunca de su fuente de conocimiento. En mi viaje a Tracia, unos pastores muy agradables que me encontré por el camino me dieron cobijo y protección durante cinco días. El bolso de piel que llevaba conmigo estaba sin provisiones y ellos no dudaron en rellenármelo para que no muriera de hambre. También me ofrecieron algunas jarras de agua, que yo acepté con eterna gratitud. Las frescas tardes de primavera, al atardecer, propiciaban el saber de los pastores más viejos, haciendo que brotaran de sus corazones leyendas que nunca parecían tener fin. Algunas personas que pasaban por allí, interrumpían su viaje y se sentaban alrededor de la gran hoguera que hacían cuando el Sol se despedía, para escuchar los cuentos de los pastores, que gustosos transmitían sus palabras a los oyentes. La tarde antes de partir y seguir mi camino hacia Tracia, un pastor anciano que estaba asombrando con sus palabras pueblerinas a más de uno que estaba sentado escuchándolo, se acercó a mi y me invitó a escuchar la leyenda que estaba a punto de contar. Su nombre era Lino y sus palabras parecían tan arrastradas como las arrugas de su piel.
- Hace mucho tiempo que pasó…- comenzó Lino frotándose la barba gris con los gastados dedos de su mano izquierda. Tenía un brillo especial en los ojos que se veía reforzado por el poder del fuego de la hoguera.-…pero aún lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Quizás los que vais a Tracia habréis oído hablar de un joven músico llamado Orfeo.
Algunos levantaron la mano en señal de afirmación. Otros se limitaron a escuchar atentamente las palabras del anciano, que, cada vez que las pronunciaba, sonaban con tono más misterioso.
- Cuentan que el lamento del hombre es el rugido más feroz que ha conocido el mundo animal. Sin embargo, detrás de la persona más fiera del mundo se encuentra a la vez su cosa más valiosa: su corazón.
- ¡Está claro!- exclamó una voz juvenil entre el tumulto. Los más adultos hicieron un sonido con la boca para que se callase.
Lino miró al fuego con intensidad y luego continuó su relato.
- Orfeo era un joven encantador y sensible. Gran discípulo de Apolo, fue dotado de los mayores secretos de la música. El dios le regaló su lira, y ese se convirtió en su tesoro más valioso. No había lugar donde Orfeo no fuera con su preciado instrumento. Apolo, por su parte, estaba muy orgulloso de él. Siempre le enseñaba todo lo que podía respecto a las artes, ya que ese tema al muchacho le volvía loco.- Lino hizo una pausa y me miró con ternura, como si los demás no existieran y la historia de Orfeo me la estuviera contando solo a mi.- Se pasaba todo el día tocando la lira por las calles y los bosques de Tracia, siempre cantando con su preciosa voz, embelesando a las jóvenes muchachas que salían a coger agua al pozo. Algunas personas, ciegas por las flechas de la envidia, no soportaban a Orfeo y aprovechaban cualquier oportunidad para robarle la lira. Pero Apolo nunca abandonó a su más adorado discípulo y siempre que veía amenazas a flor de piel, él lo defendía con uñas y dientes.
>>Pasaban los días y Orfeo crecía y crecía, hasta que se convirtió en un joven que, rozando la edad adulta, todavía no veía más allá de su lira, de su maestro y de su furor por aprender. Los más ancianos del lugar estaban desconcertados, pues pensaban que no podía ser posible que Orfeo no hubiera cortejado a alguna muchacha del pueblo con lo bello y sociable que era. Ensimismado en su aprendizaje musical, se perdió en un espeso bosque donde se decía que habitaban ninfas con poderes misteriosos. Sin escuchar las advertencias que los transeúntes que pasaban por allí le hacían, Orfeo se sentó en una gran piedra semejante a un trono y empezó a tocar su lira mientras cantaba una preciosa canción con su voz angelical. La música llamaba la atención de los animales del bosque, despertando su curiosidad hasta tal punto que todos se acercaban a escuchar a aquel chico que no dejaba de tocar y cantar con una voz más tierna que la de las musas. Poco a poco se fue haciendo de noche y los colores y sensaciones del bosque por la mañana dejaron paso a los ruidos extraños y el viento feroz. Orfeo decidió que ya era hora de volver a casa, pero como estaba totalmente perdido, se quedó dormido en la piedra, con la esperanza de recuperar el camino al amanecer. Cuando Orfeo abrió los ojos…
- ¡Estaba muerto!- exclamó un niño de unos cinco años que escuchaba con la boca abierta a Lino. La demás gente rió. Otros pidieron silencio ante el jaleo.
 - No, chiquitín…- rectificó Lino con una elocuente sonrisa.- Solo despertó en otro sitio…
>> Orfeo no se encontraba en la piedra, donde había pasado la noche. Esta vez estaba bajo una especie de cabaña formada por telas y hojas. Miró a su alrededor y vio que la puerta, formada por cañas, estaba abierta, y que otras casas iguales que en la que él estaba se repartían por un claro de un bosque. Salió al exterior y algo llamó su atención. Una mujer tan bella como las flores del jardín que había al lado de las casas se acercaba hacia él con una sonrisa.
‘Ah, estás despierto.’ le dijo la chica a Orfeo cogiéndole las manos. ‘Creí que estabas herido gravemente.’
‘¿Dónde estoy?’ preguntó Orfeo sintiéndose extraño. ‘No recuerdo haber estado aquí nunca.’
‘Tranquilo, chico’ dijo la chica, que parecía una ninfa, volviendo a sonreír. ‘Estás a salvo. Creí que estabas herido y anoche te recogí y te llevé a mi hogar. Estás en el sitio más profundo del bosque, el hogar de las ninfas.’
‘Debo volver a casa. Gracias por cuidarme. Pero debo encontrar el camino, ¿me podrías ayudar?’
‘Sí, claro, te ayudaré a encontrarlo.’ dijo la ninfa con dulzura. ‘Por cierto, soy Eurídice. Y tú debes de ser Orfeo, ¿no? No hay nada más que ver tu lira. Se habla mucho de ti por los alrededores.
Orfeo se ruborizó…
- ¡Y se enamoraron!- volvió a interrumpir el niño. Su madre, que estaba al lado, le regañó levemente por cortar a Lino, que parecía no perder la paciencia.
- Oh, cierto.- dijo el anciano con una amplia sonrisa pícara, que mostraba una cierta complicidad con el niño.- Y como todo aquel que cae en los brazos de Eros, a partir de ese momento no pudieron vivir uno sin él otro.
>> La noticia de que Orfeo y Eurídice estaban juntos se propagó por todo el pueblo y por todo el bosque. Las ninfas nunca se fiaron del joven y siempre aconsejaron a la chica que se alejara de él. En el pueblo, por el contrario, todo el mundo estaba contento por Orfeo menos una persona: Aristeo, el gran rival del joven. Aunque también fue educado por el dios Apolo, Aristeo nunca fue su favorito y siempre tuvo que tragar el increíble favoritismo que el dios sintió por Orfeo. El día de la boda, todo el pueblo acudió a felicitar a la pareja y grandes familias de todos los alrededores fueron invitadas. Justamente cuando comenzaba el banquete, Aristeo intentó secuestrar a Eurídice para vengarse de Orfeo, pero ésta, desgraciadamente fue mordida por una serpiente que andaba por allí en su huida de las garras del rival de su esposo. Eurídice cayó muerta en el acto, y Orfeo, muerto de dolor, vio como el amor de su vida se convertía en sombra para irse para siempre al mundo de los muertos.
- ¿No se despidieron?- preguntó una joven que estaba cerca del niño que había interrumpido a Lino.
- ¿Qué le pasó a Aristeo?- dijo un joven que estaba detrás de mi, escuchando con atención y sufriendo cada palabra que Orfeo vivía en carnes.
- La verdad es que Aristeo huyó sin más después de lo que había provocado…
>> Después de unos días, Orfeo decidió a toda costa que podía haber una esperanza para volver a ser feliz y se retó el mismo a recuperar a su amada del averno. Se dirigió al gran cráter que conducía al Hades y bajó por la gran escalera de piedra para atravesar el Lago Estigia. Allí se encontró al viejo Caronte, el barquero de los muertos. Pero Caronte no estaba muy de acuerdo en ayudarle a pasar al otro lado del lago para llegar al Infierno, así que Orfeo, con su as en la manga, sacó su lira y sentándose en una piedra se puso a tocar el instrumento mientras cantaba la misma canción que había hipnotizado a los animales del bosque donde había conocido a Eurídice.
‘Que música tan bella.’ dijo Caronte, embobado por tal melodía. ‘Esa música que tocas y esa voz tan bella se merecen una recompensa.’
‘Llévame al hogar de Hades. Y tocaré la pieza que quieras para ti.’
‘Sube a la barca. El viaje hacia la morada de los muertos está a punto de empezar.’
Caronte, hipnotizado, dirigió su fúnebre mano hacia la pequeña barca de madera, esperando a que Orfeo se subiera. Éste, sin dejar de tocar, subió a bordo y contempló como los remos del barquero empezaban a moverse mientras éste seguía escuchando la melodía de la lira. Mientras atravesaban el lago, se oían las voces atormentadas de las almas en pena, queriendo ser liberadas de aquel lugar para regresar al mundo de los vivos. Las aguas contenían una espesura oscura que hizo a Orfeo estremecerse. Le daba la impresión de que cualquier cosa podía salir de las profundidades. Tras pasar el velo casi invisible que separaba el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, Orfeo desembarcó y fue víctima de una terrible sacudida que lo hizo dar un paso atrás. Caronte, por su parte, notó que el joven había dejado de tocar la lira y se marchó sintiéndose engañado. Pero los peligros no habían acabado para Orfeo. Ante las puertas rocosas del Infierno, el gran perro Cerberos estaba dispuesto a destrozarlo en mil pedazos. Su rugido resonaba en toda la inmensa cueva. Su estruendosa voz apagaba los lamentos de los muertos.
‘¡Quién osa molestarme! ¡Lo pagará caro!’ gritaba el monstruo con su voz diabólica.
Orfeo, aterrorizado, probó una vez más a tocar su lira para ver si hipnotizaba al perro como había hecho con el barquero Caronte, y en efecto…
- ¿Funcionó? ¡Maravilloso!- gritó un oyente que se encontraba un poco retirado de Lino, en la parte de atrás del grupo.
- Sí, funcionó.- continuó el anciano.
>>Cerberos dejó pasar a Orfeo, embobado por su música, y éste entró en el palacio de Hades tras abrirse las grandes puertas de piedra. Una vez que estaba allí, solo tenía que hablar con el dios de los muertos, Hades, y con su esposa Perséfone. Si lograba convencerlos de que amaba muchísimo a Eurídice y que todo fue provocado por el odio de su rival, dejarían regresar a su amada al mundo de los vivos. Y, como Orfeo esperaba, Hades y su esposa cayeron en la tentación de la música del joven. Parecía como si, mientras la lira lanzara al aire sus mejores acordes, una armonía esplendorosa cubriera los lamentos de los muertos y el ambiente a tristeza se esfumara.
‘Tu amada volverá contigo sana y salva con una condición.’ dijo Hades, envuelto por la melodía que salía de la lira de Orfeo. ‘Debes de caminar delante de ella hasta salir de los Infiernos. Ella caminará detrás de ti, esperando ver la luz del Sol. Pero como tu osadía revele tus deseos y te atrevas a mirar hacia atrás para mirarla hasta que los dos no estéis fuera de aquí…la perderás para siempre.’
Orfeo aceptó la condición y Hades ordenó a las sombras del averno que trajeran a Eurídice de las cárceles de los muertos. Eurídice, que todavía no estaba completamente viva, sonrió a Orfeo y éste notó como una sensación de júbilo invadía su cuerpo. Lo había conseguido. Ya solo quedaba lo más fácil, salir del Infierno como había entrado: gracias a su lira. Pero esta vez con la persona más importante de su vida al lado.
- ¿Consiguieron salir?- preguntó de nuevo el niño, que se moría de ganas por oír lo que pasaba. Me daba la sensación de que Orfeo y Eurídice eran viejos conocidos, de la manera en que la contaba el viejo Lino. Todos tuvieron la sensación de que estaban allí con ellos, como si estuvieran escuchando su propia historia contada de la boca del anciano.
- Orfeo y Eurídice consiguieron salir del palacio y llegar a donde se encontraba el monstruo Cerberos. Orfeo mantenía la esperanza de que sus nervios y sus ganas de besar a Eurídice no lo traicionaran. Se moría de ganas de abrazarla, de decirle que todo estaba bien, que la salvaría mil veces más porque la amaba con locura, y, sin embargo, no podía… Eurídice, detrás, aumentaba su sonrisa y su orgullo por su amado a cada paso que daban para salir de los Infiernos.
>> La chica era consciente de que un arrebato de pasión podía echarlo todo a perder.
‘Tranquilo, cielo.’ le dijo a Orfeo, tranquila. ‘Lo estás haciendo muy bien. Ya estamos cerca de la luz del Sol. Por fin estaremos juntos después de tanto tiempo.’
Pasaron el lago Estigia gracias de nuevo a la magia de la lira, y Caronte se despidió de ellos esta vez de una forma melodiosa y educada, tras haber escuchado una vez más los acordes del instrumento. Orfeo moría de ganas de girarse y pensó que al principio no le había resultado tan difícil cumplir la condición de Hades. Cuando estaban subiendo la escalera de piedra y el Sol rozaba el interior de la cueva, una sonrisa gigante apareció en el rostro del joven. ¡Por fin eran libres! Orfeo saltó a la superficie y, bruscamente, se giró sobre si mismo para matar sus ganas de ver a los ojos a su amada. Pero Eurídice, que todavía permanecía entre las sombras del averno, lo miró horrorizada. Orfeo, recordando las palabras de Hades, intentó sujetar a la ninfa por el brazo para sacarla de ahí, pero ésta, que se había vuelto sólida a lo largo del viaje, se tornó transparente. Orfeo, desesperado y sacando fuerzas de donde no las tenía, observó como el amor de su vida era arrastrada de nuevo a los Infiernos. Eurídice gritaba y gritaba, pero de nada le servía. Un joven en el suelo, llorando sin cesar y sin parar de gritar ‘¡Eurídice, no me abandones! ¡Eurídice, no puedo estar sin ti! ¡Por favor, Eurídice!’ fue lo último que la ninfa vio antes de adentrarse en el palacio de Hades.
‘Prométeme que vas a estar bien. ¡Prométemelo!’
La ninfa gritaba manteniendo la esperanza de apagar las voces de Orfeo y que éste pudiera escucharlo. El eco de sus palabras sonaba más distantes.
‘Te lo prometo…’ dijo Orfeo golpeando de rabia la piedra y llorando más fuerte.
‘No me olvides…’ dijo Eurídice. Y su voz se perdió en las profundidades de la cueva. Después, el silencio invadió el corazón de Orfeo y éste, llorando de dolor, dejó que su rostro acariciara los hilos de luz que le llegaban. Pero el Sol se fue de repente, y los truenos, la lluvia y la tristeza invadieron el alma del joven, que se retiraba del cráter del averno con su lira en las manos.
‘De nada sirvió el esfuerzo, vieja amiga.’ gimió Orfeo acariciando la lira.
- ¿Qué paso después con Orfeo?- preguntó el niño, que era el único que no lloraba de los presentes. Lino, a quien se le había escapado una lagrimita, le respondió con suavidad:
- Orfeo nunca volvió a enamorarse. Estaba seguro de que nadie le podía cambiar la vida como lo había hecho la ninfa Eurídice. Después de la definitiva muerte de su amada, se dedicó a propagar su sentimiento de culpa por todos los bosques y los pueblos a donde iba. Cansado de su vida, se retiró a las montañas, donde tocó la lira hasta que los dedos le sangraron, abatido por el dolor de la muerte del amor de su vida, que nunca le abandonaría.
>> Las palabras de Eurídice se mezclaban en la mente del joven: ‘No me olvides’. Desesperado, huyó de las montañas al bosque, donde las ninfas, amigas de Eurídice, acabaron con su vida. Orfeo había mantenido su secreto toda su vida en su soledad. No había amado a nadie más. Se había mantenido fiel a Eurídice incluso después de muerta. Dicen que las últimas palabras que Orfeo dijo antes de morir fueron ‘te amaré por siempre’, aunque solo es una suposición. Otras personas dicen que simplemente aceptó su terrible destino en silencio y lo tomó como un castigo por no cumplir la condición que le había impuesto Hades.
El silencio enmudeció a los presentes. Lino se levantó y decidió finalizar su cuento.
- Y así es como el amor nos puede llevar a la perdición de lo que más queremos. Dicen que Orfeo se convirtió en algo espantoso tras la muerte de Eurídice. La desesperación y la tristeza hicieron de él una bestia feroz. Pero detrás de aquel maquillaje de monstruo, se encontraba su amor eterno por Eurídice, la única mujer que había amado con todas sus fuerzas. Hoy en día, cuentan que el lamento de Orfeo se convierte en música al rozar el aire, y que ello provoca la brisa de primavera. Brisa que acompaña a los enamorados en dicha estación, y que vela por su seguridad para que no caigan en el mismo error en el que cayó el joven: dejarse traicionar por sus propios sentimientos.
Tras finalizar el relato, los presentes aplaudieron a Lino, que se ruborizó y tras unos momentos contestando las dudas de los oyentes, se retiró a su cama.
Permanecí despierto toda la noche, reflexionando sobre la historia de Orfeo y Eurídice. Y de pronto una brisa me acarició el cabello con una inverosímil suavidad. Supe entonces que el alma de Orfeo me protegería mientras me lanzaba a las tierras de Tracia a escribir sobre grandes historias enigmáticas y llenas de aventuras y leyendas. 

martes, 9 de abril de 2013

El secreto del clérigo



EL SECRETO DEL CLÉRIGO

Ignacio recorría la iglesia al mismo tiempo que contemplaba los rostros de las esculturas barrocas con cierta curiosidad. Con casi las luces apagadas y con miles de sombras que bañaban toda la nave del edificio, la iglesia parecía una cueva que hubiera servido de refugio para algún animal salvaje. Subió al altar y observó la inmensa cruz estampada en el retablo mayor, que sostenía el cuerpo inerte tallado en madera de Jesucristo. Le dio la impresión de que aquel día la imagen estaba rara, como si le hubiera pasado algo extraño durante su ausencia. Se dirigió a la sacristía para desvestirse de la casulla verde y soltó la pequeña Biblia que llevaba entre las manos. Suspiró. La misa había llegado a su fin y el descanso estaba servido. Aunque no descansaría mucho debido a que tenía que organizar algunos papeles que habían llegado de la diócesis.
Un sonido brusco azotó la cabeza de Ignacio. Despertó enseguida, mirando a su alrededor alarmado, como si hubieran lanzado una bomba a su lado. Se dio cuenta de que tenía algunos folios en su regazo. Se había quedado dormido. El pasillo que llevaba al altar estaba más oscuro de lo normal. Se preguntó si las pocas velas que había dejado encendidas en la nave estaban todavía iluminando la iglesia. Cuando llegó al altar, un zumbido chocó en sus oídos provocándole un inmenso dolor. El dolor se hizo cada vez más fuerte, y más, y más. Ignacio cayó de rodillas frente al altar, bajo la mirada de más de veinte santos que permanecían en silencio en el altar mayor. El anciano se dio cuenta de que la inmensa cruz que adornaba el retablo ya no estaba. Ni siquiera habían dejado el cuerpo del Mesías. Con los ojos como platos y un terror enorme que le estaba entrando por la garganta, Ignacio se levantó aún con el zumbido en la cabeza e intentó salir de la iglesia. Alguien le estaba persiguiendo. Cuando el sacerdote se disponía a salir por la puerta para avisar a las autoridades de un posible ladrón en la casa de Dios, una fuerza inexplicable se rio de su gravedad y lo lanzó contra una columna. Dolorido y con los ojos medio cerrados, Ignacio pudo observar como el cáliz que minutos antes había utilizado para oficiar la misa estallaba en mil pedazos.
- ¡No estoy loco!- le gritó el anciano sacerdote a un agente de policía horas más tarde.- Le digo que ese cáliz ha explotado solo y que han robado la cruz que presenciaba el retablo mayor. ¡Y algo me ha estampado contra una de las columnas! ¡Debe creerme!
- Tomaremos nota de ello…- dijo el agente mirando al sacerdote como si estuviera mal de la cabeza.- Buenas tardes, padre.
Días después del extraño suceso, Ignacio se propuso olvidarlo de una vez por todas y seguir con su vida normal y corriente. Era lunes y el día estaba más tranquilo de lo normal. Ignacio supuso que los más de siete mendigos que se acumulaban en las puertas de la Iglesia para pedir limosna no vendrían aquella tarde. Algo le inquietaba. Al principio creyó que lo que perturbaba su conciencia era la tranquilidad aterradora que reinaba dentro del edificio. Luego cayó en la cuenta de que por más que intentara olvidar lo ocurrido días atrás, aquel extraño y paranormal suceso no se borraría jamás de su mente.
- Perdone, padre.- interrumpió una voz a las espaldas de Ignacio, mientras éste pensaba en todo lo que había ocurrido mirando el sitio vacío que había en el retablo del altar.
- Buenas tardes, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?- preguntó Ignacio con la voz rasgada.
Frente a él se encontraba un hombre vestido completamente de negro. Llevaba corbata negra un poco más clara que el traje. Tenía los ojos claros como la misma luz y el cabello rubio. Ignacio nunca había visto una piel tan transparente como la de aquella persona. Los ojos felinos y la mirada desafiante inquietaron al sacerdote. Algo le perturbaba de aquel extraño, pero las palabras de éste le interrumpieron su análisis.
- Quería confesarme.- dijo el hombre de negro, arrastrando sus palabras como si fueran bolas de billar. Su tono de voz era frío y oscuro, como si no transmitiera ningún sentimiento a la hora de hablar de confesarse con un sacerdote, como si no presentara culpa ninguna. Ignacio solo veía en sus palabras seriedad.
El sacerdote entró en el confesionario decidido a desenmascarar aquel sentimiento que le confundía a la hora de hablar con el extraño. Éste se puso de rodillas y clavó sus ojos fríos y abiertos, claros como el agua cristalina, en la mirada de Ignacio, que empezaba a perder la paciencia. El penitente murmuró unas palabras en voz baja, ignorando al sacerdote, que se acercó a la rejilla para oír lo que decía. Era latín.
- Ave María Purísima.- dijo el penitente con lágrimas en los ojos.
- Sin pecado concebida. Cuéntame tu perturbación, hijo.
- Padre, estoy atormentado por el acto más vil que el hombre puede cometer.- dijo el extraño con un tono de voz que volvió a ser frío y sin sentimiento alguno, dejando a un lado las lágrimas.- Voy a asesinar a una persona, padre. Y voy a asesinarla dentro de unos días, de una forma horrorosa, inhumana. Pero debo hacerlo. En el pasado tuve cuentas pendientes con él y debe morir. Debe morir para que se haga justicia.
Ignacio se quedó mudo. No daba crédito a lo que oía. Aquel hombre le estaba contando que iba a matar a una persona dentro de unos días y él no podía hacer nada. Maldijo una y otra vez su conversación con aquel individuo que cada segundo que pasaba le perturbaba aún más. El penitente se acercó a la rejilla y clavó sus ojos en el rostro de Ignacio.
- Benedictus qui venit in nomine Domini.- pronunció el hombre de negro acompañándose de una mueca que a Ignacio le pareció una sonrisa de satisfacción.
El extraño se levantó y sin ninguna palabra más se marchó. Ignacio se quedó petrificado. No sentía las piernas y su mente estaba más confusa que antes de la llegada de aquel hombre vestido de negro. ¿Cómo podía avisar a la víctima? ¿Cómo podía evitar el cruel asesinato? Ese hombre que iba a ser asesinado iba a morir de una forma horrorosa y en manos de ese misterioso extraño que minutos antes había pisado la Iglesia para confesar su crimen preparado. Ignacio entró de golpe a la sacristía y cogió el teléfono, dispuesto a llamar a la policía. Cayó en la cuenta de que aquello era secreto de confesión, pero no le importaba. Ignacio siempre había valorado muchísimo la vida humana y creyó que aquel extraño de negro podía ser perfectamente un asesino en serie o alguien buscado por las fuerzas del orden. La policía no contestaba. Cuando Ignacio parecía tener todas las esperanzas perdidas, alguien habló desde el otro lado. El sacerdote contó su problema con la voz entrecortada, dejando a flor de piel sus nervios y su confusión, que se mezclaban en un torrente de emociones y miedo que no le dejaba apenas hablar.
Más de un mes pasó desde que aquel extraño penitente completamente vestido de negro se confesó ante el padre Ignacio. Frecuentemente, agentes de la policía vigilaban los exteriores de la iglesia y los alrededores, aunque no creían al cien por cien las palabras del anciano sacerdote, a quien tomaban por un hombre mayor que veía alucinaciones debido a su avanzada edad. El sacerdote tuvo durante algunos días pesadillas con el extraño que había visitado su iglesia; horribles sueños que solo acababan con la muerte de él a manos del derrumbe del propio edificio. También soñaba a veces con un cajón forrado de tela morada, pero éste solo aparecía en un fondo negro sin mostrar ningún lugar conocido.
Conforme fueron pasando las semanas, Ignacio se concienció de que tenía que seguir con su vida por muy difícil que le resultara continuar debido a los extraños sucesos que le habían ocurrido en días anteriores. Un día por la tarde, cuando el Sol se disponía a decir adiós una vez más y el crepúsculo bañaba todo el horizonte, Ignacio salió de la sacristía, donde había estado metido toda la tarde leyendo un libro de historia que le había dejado su amigo unos días antes, y se dirigió al altar para rezar como todos los días. Ahora que la iglesia estaba tranquila y silenciosa, la soledad de uno mismo era el mejor acompañante para estar en paz con Dios. Para su sorpresa, tres ancianitas con velos negros y largos y ropajes antiguos y oscuros estaban de rodillas ya allí, mirando hacia abajo y pronunciando oraciones ininteligibles. Ignacio se acercó a las ancianas con gesto de confusión, ya que había cerrado la Iglesia unas horas antes para, precisamente, disfrutar de su persona. ¿Por dónde habían entrado?
- Perdonen, señoras. La iglesia ya se ha cerrado. Si son tan amables…
- Esta es la casa de Dios.- se atrevió a replicar la más arrugada de las mujeres.- Y Dios siempre tiene las puertas abiertas para nosotras. Somos sus siervas.
Y la mujer siguió rezando en voz baja y con la cabeza orientada al suelo. Ignacio cerró los ojos y suspiró. Parecía que las otras ancianas no se habían dado cuenta de nada. El sacerdote decidió dejarlas en paz y seguir leyendo en la sacristía hasta que ellas le dijesen que le abrieran la puerta para irse. Al llegar a su pequeño espacio personal, Ignacio sintió que sus piernas no le respondían. El zumbido de hace unas semanas había vuelto. Corrió a pedir ayuda a las ancianas que se encontraban rezando en el altar, pero no había nadie. Lo que si adornaba el suelo de la iglesia era sangre. Ignacio se horrorizó y lanzó un chillido, que resonó en las paredes del edificio. Las tres ancianas estaban colgadas de un retablo que daba acceso a la capilla mariana. Ignacio no se atrevió ni a acercarse. Contempló de rodillas el horror en la expresión de las tres mujeres y se echó las manos a la cabeza. Hizo un amago de levantarse pero cayó fulminado por una fuerza que lo empujaba hacia el suelo.
 - Nada de eso, padre.- dijo una voz fría a sus espaldas. Ignacio reconocía esa voz; ya la había oído antes. Y precisamente no había pasado mucho tiempo desde que la oyó por primero vez.
El sacerdote se giró y contempló al hombre de negro y de piel transparente como el cristal situado frente a él, mirándolo con malicia y con una mueca de satisfacción. Daba la impresión de ser un psicópata que se había escapado del manicomio. Ignacio intentó con todas sus fuerzas ponerse de pie, pero no lo consiguió. Una fuerza actuaba en contra de sus amagos y se encontraba totalmente aprisionado al suelo, como si estuviera cautivo con cuerdas invisibles.
- La memoria de los justos será bendecida, pero el nombre de los malvados se pudrirá.- dijo el penitente acercándose a Ignacio y acariciándole el cabello. Las gotas de sudor resbalaban por el rostro del sacerdote a una velocidad extrema. No conocía a aquel hombre y sentía en su interior un miedo azotado por la desesperación.- Proverbios 10:7.
Ignacio seguía en silencio, avispado ante cualquier paso del misterioso hombre.
- Justos… ¿y quién es justo hoy en día? Pasando los muros de este viejo e inservible edificio no hay más que hipocresía y miseria. Unos padres que no cuidan de sus hijos, un gobierno que no se preocupa por su pueblo, un inocente que se pudre en la cárcel sin haber cometido algún crimen… ¿acaso esas personas creen en la justicia?
Los ojos del sacerdote empezaron a botar lágrimas de perdición. Estaba sumido en la más profunda desesperación. Las ancianas habían muerto de una forma horrible y él no había podido hacer nada. Solo confiaba en que hubiera algún agente de policía fuera vigilando.
- Pero claro.- continuó el penitente.- ¿Qué sabrá de justicia un miserable como tú que se aprovecha de los sentimientos de los demás? Un miserable que no deja que las personas que realmente necesitan amor piensen por sí mismos. Siempre estará la garrapata Ignacio para fulminar las vidas de los fieles…
- Yo no obligo a nadie a creer en nada…- dijo Ignacio con la voz entrecortada, sintiendo en su corazón una muestra de arrepentimiento por lo que había dicho.
- ¿Ah no?- dijo el hombre de negro.- ¿De verdad que no? Eres muy valiente, Ignacio. Pero eso no te hace huir de la verdad… ¡te lo demostraré!
De pronto, las paredes de la iglesia desaparecieron y todo se volvió negro. Ignacio ya no veía a las ancianitas ni el retablo mayor. Ahora estaba tirado en un suelo negro viendo como su persona y la de aquel transparente y rubio hombre flotaba. El penitente rió y en el momento en que su risa dejó de resonar en aquel espacio oscuro, la iglesia volvió al lugar que le correspondía. Pero algunas cosas estaban cambiadas. Ignacio no daba crédito a lo que veía. Había viajado en el tiempo. Vio como un sacerdote mucho más joven que él entraba al altar y se ponía de rodillas para rezar. Acto seguido, las puertas de la iglesia se abrieron y una docena de jóvenes lo saludaron.
- Fíjate bien en esa gente, Ignacio. ¿Te suenan?
- Sí…- se atrevió a decir el sacerdote, haciendo que de sus ojos salieran todavía más lágrimas.
- Esos chicos… ¿fueron tus…discípulos? Ellos no creían en ningún dios y tú los convertiste. Pero ese no era tu propósito, ¿verdad? No pretendías darles esperanzas de vida eterna o transmitirles enseñanzas de Cristo. Tu único objetivo era el dinero y sobre todo, recuperar tu honor por lo que hiciste. Pensabas que teniendo a gente alrededor tuyo, tu nombre se limpiaría de una vez por todas, y si eso traía consigo el dinero que les podías sacar para misiones de caridad que nunca llegaron a ser, mejor, ¿no?
Ignacio se preguntó como sabía aquel hombre todo eso. Cayó en la conclusión de que eso solo podía ser un sueño.
- Era joven. Necesitaba el dinero para buscarme la vida. Mi madre no quiso saber nada de mi después de aquello… ¡creí que rodeándome de amigos podría salir adelante! Es duro no tener ninguna persona en quien confiar a los diez años. Era un apestado, y por eso decidí confiar en alguien que sabía que siempre me perdonaría…
- Dios.- sentenció el penitente, agarrándole la cara a Ignacio con fuerza.
- Exacto.- dijo el sacerdote librándose de las garras de aquel hombre.
- Así no funciona el juego, padre. Las personas no son títeres. No puedes usarlas para beneficiarte. No puedes usarlas para hacer como que el asesinato de tu padre no ocurrió.
Ignacio sintió como un escalofrío invadía todo su cuerpo. Aquel recuerdo, aquel suceso, aquel horror…no podía soportarlo. No quería volver a pensar en lo que le había atormentado todo este tiempo desde los diez años. El misterioso hombre volvió a viajar en el tiempo y reinó el orden.
- Nadie tiene la culpa de la muerte de tu padre. Tú lo mataste. ¡TU LE ROBASTE LA VIDA!- bramó el penitente haciendo que su voz resonara por todo el edificio.
- ¡No! ¡No! ¡Fue un accidente! Estábamos limpiando las escopetas, y yo quería jugar…yo no quería. ¡Quería ser como él de mayor! Me sentía bien imitando a mi padre porque lo admiraba. Fue un accidente...fue…oh…Dios, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
- Estás sentenciado.- dijo el misterioso hombre desde la penumbra de la iglesia.- Nadie puede salvar tu alma condenada.
Ignacio se puso de pie como pudo, resistiéndose a las fuerzas que lo aprisionaban. Consiguió romper la barrera que lo mantenía cautivo y echó a correr hacia la puerta de la iglesia. Mientras alcanzaba la salida, las capillas y los retablos se iban derrumbando, amontonándose los escombros en la puerta principal. El penitente seguía quieto, clavado en el altar observando cómo su presa escapaba. Ignacio decidió abandonar la iglesia por la sacristía, que comunicaba con una salida exterior. A pesar de sus esfuerzos, al llegar a ella se vio atrapado por las fuerzas que habían impedido su movimiento en el altar. Entró a la sacristía arrastrándose por el suelo y abrió un cajón de la mesa que había en el centro. El cajón, forrado de tela morada, contenía un colgante de plata, único recuerdo de su padre. Se abrazó a él y se acurrucó debajo de la mesa, viendo como la sacristía empezaba a derrumbarse. Supuso que la iglesia había llegado al fin de su existencia; la destrucción la estaba consumiendo poco a poco.
El penitente localizó a Ignacio y lo agarró del cuello, observando el colgante del padre del sacerdote, que oscilaba en su pecho.
- Los pecadores van al infierno, padre…- susurró el misterioso hombre mostrando una sonrisita escandalizadora.
Poco a poco, la habitación empezó a arder. Y no solo la sacristía. La iglesia entera se cubrió de fuego. Ignacio vio como las llamas destruían los documentos, los cuadros, los muebles, las figuras de los santos…todo estaba perdido. Aquel era su final. Se abrazó al colgante su padre mientras observaba como el penitente desaparecía en el fuego. Pensó en el último recuerdo bonito que tenía de su infancia: una estampa de él y su padre jugando a los policías. Cerró los ojos y notó como alguien cogía su mano. Los abrió de nuevo y se dio cuenta de que a su lado, en medio del fuego, una especie de luz le acompañaba. Esa luz le emanaba una tranquilidad y armonía insuperable. Entonces, sonriendo y volviendo a cerrar los ojos para no abrirlos nunca más, se dio cuenta de que el único amigo que había tenido en toda su vida le acompañaría hasta el final. 

jueves, 4 de abril de 2013

El romance de Apolo



EL ROMANCE DE APOLO

En mi búsqueda por encontrar nuevas gentes y plasmarlas en mi mente, me adentré en un lugar al que llamaban jardín azul, cercano al hogar de los dioses, el monte Olimpo. El jardín azul era una pradera con tonos azulados que adornaba la ladera que subía a la morada de los inmortales. Escondiéndome entre los arbustos para que ningún dios que merodeara por allí me viera, me digné a buscar nuevas aventuras para contarlas después a las gentes del pueblo y así quedar satisfecho de mi trabajo continuo.
Paseaban por allí dos jóvenes desnudos cuya única prenda de vestir era el color verde azulado que impregnaba la tierra. Uno era muy alto y robusto, pero mantenía el rostro de un ángel. Sus ojos eran azules y a veces brillaban a la luz de Sol. Su cabello dorado le daba la apariencia de Eros, aunque él era demasiado robusto como para ser el dios del amor. Muy pronto me di cuenta de que estaba describiendo cautelosamente al mismísimo dios Apolo, todopoderoso de la belleza, la luz y las artes. Sus relucientes dedos entonaban una alegre melodía musical al tocar la lira, instrumento que dejaba embelesado al acompañante del dios. Éste era muy moreno y tenía el cabello liso y largo. Sus ojos verdes se fusionaban con los de Apolo al cruzarse las miradas, recreando el color azulado del prado. Era menos alto que el dios y más delgado. Juraría que hubiese creído que era una mujer si no fuera por ciertos encantos que mantenía sin tapar tan libremente. Llevaba un disco entre los dedos, aferrado a su pecho. Apolo se dirigía a él como Jacinto.
Y ahora que me doy cuenta, oí algo por tierras macedonias de un héroe llamado Jacinto, hijo de la musa Clío, la musa de la historia, y del rey de Esparta, Ébalo. Eran muchos los rumores que circulaban alrededor del joven, como su supuesto atracción por los chicos. Rumores que iban y venían por toda Grecia. Me di cuenta de que los jóvenes no tenían ningún pudor en andar libremente por el prado, sin miedo a encontrarse a alguien o a lo que pudieran decir los demás. Parecía que Jacinto estaba embobado con el dios Apolo. Se comportaba como si el dios fuera su hermano mayor, aunque claramente, los dos sentían algo más que amistad o hermandad por la forma en la que se trataban.
- ¡Ven, vamos a jugar al disco!- exclamaba Apolo, cogiendo el disco que Jacinto llevaba entre las manos. Éste se sobresaltó y se sonrojó al ver correr a su amado.
Muchísimas historias de amor he presenciado hasta ahora, pero ninguna tan dulce y tan bella como la de estos dos jóvenes. La verdad es que presenciar una escena así supera incluso a los relatos que yo mismo escribí en mi Odisea o en mi Ilíada. La diosa Afrodita se inclinaría ante estos dos jóvenes si tuviera la oportunidad de observarlos en toda su inocencia y pureza natural como yo lo estuve haciendo. Jacinto se posicionó unos metros más separado de Apolo y éste levantó la mano para advertirle al joven que el disco empezaría a volar en breve. Y así, los dos jóvenes, entre diversión y puro amor, pasaron media mañana tirándose el disco el uno al otro, siendo víctimas del placer de la naturaleza y de la comodidad tanto por parte del dios de la luz como por el héroe divino.
Tras casi todo el día observándolos, acepté la posibilidad de que no se cansaran jamás de jugar al disco. Pero es que eran tan dulces, tan tiernos, tan delicados cuando estaban juntos y se miraban con brillo en los ojos, que no quise irme hasta que ellos se fueran primero. Entonces me di cuenta de que empezaba a anochecer y yo ya no estaba solo entre aquellos arbustos del jardín azul. Alguien más espiaba en secreto a Apolo y Jacinto, escondido entre las hierbas para que ellos no lo vieran. Me acerqué un poco más a los jóvenes para comprobar que intruso se atrevería a molestarlos con sus malas intenciones o simplemente, con su mirada oculta y discreta. Sentado más adelante y reflejado por La Luna, Céfiro contemplaba a los jóvenes con una eterna discreción. Mantenía un extraño semblante. Parecía triste. Quise hablar con él y romper parte del silencio, pero no me atreví a que mis palabras rompieran el velo de la prudencia.
- No puedo soportarlo…- susurraba Céfiro. Sus palabras se perdían en las risas de gozo de Apolo y Jacinto, que veían como anochecía mientras seguían jugando al disco.
Parecía que Céfiro se había dado cuenta de mi presencia, pero no quise desafiar al tiempo y quise pensar que tan solo estaba hablando consigo mismo en voz alta. Céfiro se mantenía callado la mayor parte del tiempo. A veces soltaba unas frases que no venían a cuento con la escena y otras reflejaba los celos que sentía por Apolo en pequeños ataques de furia, sin romper el silencio. El joven estaba enamorado de Jacinto y no sabía cómo decírselo.
- Duele ver con tus propios ojos como el amor de tu vida disfruta de su felicidad en brazos de otro que no eres tú.
Quise seguir la conversación de Céfiro como si yo fuera su conciencia. Parecía que el joven se dejaba llevar y no me preguntó de dónde había salido o que estaba haciendo allí con él. Solo necesitaba hablar. Al mismo tiempo que me dirigía fugaces miradas, agarraba con fuerzas una flecha que tenía en la mano y su arco.
- Sí, supongo que debe doler. Nunca estuve tan enamorado como para afirmártelo.
- En estos momentos me pregunto si alguna vez me recordará. Si recordará aquellos momentos tan felices que pasamos los dos, aunque no mostráramos amor en ellos.
- Los recuerdos que aparecen una vez en tu mente se quedan para siempre.- contesté, intentando animar al pobre muchacho, que cada vez apretaba más el arco.
Hizo un amago de levantar el arma, pero prefirió ser prudente. Mientras tanto, Apolo seguía jugando con Jacinto, y esta vez tocaba la lira mientras su joven amado recogía el disco a la luz de la Luna. Céfiro acumulaba más y más rabia cada vez que le lanzaba una mirada de odio irremediable a Apolo, que seguía disfrutando con su amante.
- Jacinto me rechazó. Prefirió quedarse con un dios. Supongo que Apolo se fijó en él y lo sedujo con su belleza y con esa odiosa lira que siempre lleva consigo. Su luz le deslumbró y se enamoró perdidamente de él, dejándome a mí al margen y tirando todos nuestros recuerdos al averno. Puse todas mis esperanzas en él, todas mis fuerzas. Nunca me cansé de luchar por lo que más quería. Cuando amas a alguien no te importan las barreras ni los obstáculos que se pongan en medio. Siempre tienes la suficiente voluntad para pasar por encima de ellos. Me llevé una gran decepción, es obvio. No tuve lo que siempre quise, mis fuerzas me abandonaron. Supuse que no valía la pena seguir luchando ya que nunca podré competir con un dios. Y ahora me conformo con verlos, ya sea juntos o a Jacinto por separado. Quiero asegurarme de que está bien, de que ese dios no le hace nada malo. Jacinto es un joven inocente y delicado. Quiero protegerlo.
Me quedé mirando a Céfiro un buen rato, comprendiendo cada palabra que decía por la boca. Era evidente que el joven amaba a Jacinto con todas sus fuerzas pero no podía hacer nada, ya que Apolo había ganado la batalla y había conquistado al inocente chico.
Me di cuenta de que, a veces, el amor puede no ser correspondido de la manera más humillante posible. Y que los recuerdos que uno vive con una persona al fin y al cabo se esfuman si no son recordados. Observé a Céfiro en silencio, compadeciéndome de él al mismo tiempo que derramaba lágrimas de rabia y perdición, seguramente preguntándose a sí mismo el por qué de su condena. De repente, se levantó de un salto y se secó las lágrimas con la manga de su túnica. Miró a Apolo con rivalidad y empuñó su arco más fuerte que nunca. El dios estaba a punto de lanzar el disco a Jacinto. Quería impresionar a su amante con sus mejores habilidades para el deporte. Jacinto, desde el otro lado, contemplaba a Apolo con fascinación, maravillado por la luz y la virilidad que desprendía. Céfiro miró a Jacinto y le susurró un ‘Te quiero’ que se pudo comparar con los acordes del silencio. Puso la flecha en el arco y estiró de éste, apuntando a Apolo mientras se concentraba en acertar en su objetivo.
- ¡No! ¡No lo hagas! ¡Para!- grité, sabiendo que no serviría de nada, pues Céfiro tenía sus metas muy claras.
En el mismo momento que Apolo lanzaba el disco, Céfiro le disparaba la flecha. Pero ésta no hirió al dios, sino que fue a parar al disco, que se desvió y golpeó a Jacinto, que también quería impresionar a Apolo preparándose para recibir el disco de una manera deportiva. Jacinto contempló el disco en el suelo, segundos después que le golpease. Las piernas empezaron a no responderle y de su cabeza brotó una sangre color carmín que llamó la atención de Apolo. El dios se abalanzó sobre su amante viendo que éste estaba a punto de desplomarse y lo refugió entre sus brazos, que poco a poco se llenaban de sangre proveniente del cráneo de Jacinto. El impacto del disco había sido tan brutal que el joven sentía como poco a poco su cuerpo dejaba de funcionar. Apolo, entre lágrimas, abrazó a Jacinto con toda la fuerza con la que se puede abrazar a una persona, roto de dolor y sintiéndose culpable por lanzar el disco. Pero su culpabilidad desapareció cuando vio una flecha en el suelo. Entonces lo entendió todo.
Jacinto murió tras mirar por última vez a los ojos al que había sido su compañero sentimental más fuerte. Apolo sintió como el rostro de su amante empezaba a volverse frío y oscuro respecto a la calidez y la viveza que había mantenido durante todo el día. Depositó el cuerpo en el suelo y se limpió las lágrimas, que no paraban de salir de sus ojos. Se dirigió a donde nos encontrábamos Céfiro y yo y me empujó brutalmente, tirándome al suelo y lanzándome una mirada de odio.
- Quise impedirlo…- dije con la voz entrecortada.
Apolo colocó su mano sobre el cuello de Céfiro, que se delataba a si mismo sujetando el arco. Céfiro, que todavía no podía creer lo que había hecho, reconoció que había sido él. Después de su conmoción, volvieron a brotar lágrimas por su rostro, esta vez de arrepentimiento. Céfiro había matado a la persona que amaba. Intentó liberarse del dios, que le aprisionaba el cuello con intención de acabar con él, pero lo agarraba demasiado fuerte.
- Es doloroso ver como lo más importante que tienes en la vida se desvanece en tus brazos, Céfiro. ¡Y tú has acabado con él! No tenías suficiente con perder esta guerra, sino que también querías marchitarle su vida. ¡Los pétalos de su juventud nunca lo harán! Y por eso…te condeno eternamente a renunciar al tacto, para que no puedas dañar a nadie más nunca.
Céfiro notó que la mano de Apolo se volvía cada vez más fría. Emitía una luz intensa proveniente del brazo. Poco a poco el cuerpo de Céfiro empezó a desintegrarse. Solo quedó de él la voz. Entonces entendí que el dios Apolo lo había convertido en viento, un elemento inofensivo que no dañaría jamás a ninguna otra criatura. Céfiro vociferó y cada vez que gritaba, una ráfaga de viento azotaba el jardín azul. Se depositó sobre el cuerpo de Jacinto, que yacía entre la oscura hierba de la pradera, iluminada por la Luna.
El dios Apolo utilizó el poder de su luz una vez más para mojar sus dedos en la sangre de Jacinto. El joven yacente también estaba empezando a cambiar de aspecto. Pero esta vez no se convirtió en algo inmaterial como Céfiro, sino en una bella flor morada que relucía bajo las estrellas. Apolo decidió llamar a esta preciosa flor Jacinto en honor a su amado, y derramó unas cuantas lágrimas sobre sus pétalos para que nadie la pudiera arrancar de allí ni dañarla.
- Mis lágrimas serán mi protección sobre ti. Tu luto estará tatuado en mi piel para toda la eternidad. Nadie podrá olvidarse de ti.
Entonces me cubrí de nuevo entre los arbustos, aprovechando la distracción de Apolo y seguí observando la escena antes de marcharme. El jacinto relucía en la noche y Apolo lo velaba. El viento de Céfiro se depositó sobre la flor, dotándola de su seguridad y protección. Y así fue como comprendí que Apolo convirtió a Céfiro en viento no solo para que no dañara a nadie, sino también para que protegiera al jacinto con su brisa, ya que el dios de la luz se había compadecido de él y comprendió su rabia por sentir amor por alguien que ya era amado.
Y así me marché al amanecer, contemplando por última vez el jacinto, que hasta ahora era la flor más bella que jamás he conocido. Decidí escribir esta historia con toda la belleza y la delicadez de la que se me dotó. De todas las historias de amor que he presenciado o he vivido, sin duda la de Apolo y Jacinto fue la más sincera y honesta de todos los tiempos. 

miércoles, 3 de abril de 2013

Contigo hasta el final



CONTIGO HASTA EL FINAL

Un denso manto plateado adornaba los cielos de París aquella mañana. Era temprano y el Sol amenazaba con no salir evitando cumplir con su función de cada día. Vincent observaba desde su sillón a la gente pasar más allá de su jardín. La gente de la ciudad iba de un lado para otro. París empezaba a funcionar. Algo raro en el cielo cambió de repente mientras el anciano se entretenía mirando a sus vecinos enfadarse con los primeros conflictos comerciales del día: estaba lloviendo. Las gotas caían del cielo a una velocidad que a Vincent le pareció increíble. Todas ellas se iban estampando contra el cristal de la gran ventana del salón.
- El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe.
- William Shakespeare.- dijo una voz entrando por la puerta. La mujer que acababa de contestar a Vincent tenía una bandeja en la mano con un café recién hecho. El olor de aquella magnífica esencia inundó todo el salón. Vincent pudo notar como se le colaba por las fosas nasales e impregnaba de placer su nariz.
- Gracias por el café, Victoire.- agradeció el anciano, dirigiéndose a la criada. Victoire le sonrió y se sentó a su lado. Vincent seguía contemplando la lluvia, en silencio y agarrado a su bastón, apoyado en el suelo. La criada intentó buscar en su mirada algo que le preocupara, pero se dio cuenta de que Vincent siempre estaba triste desde que le pasó aquello. Entonces comprendió que hasta el final de sus días sería un hombre que miraría a la lluvia, retándola, buscando venganza, como si las finas gotas que sentenciaban su final en el cristal tuvieran la culpa de su desgracia.
- La señora está comportándose de manera extraña. Supuse que quería ir a hacer sus necesidades, pero cuando fuimos al baño no hizo nada. Tampoco es el hambre. Creo que le duele algo. Es mejor llamar al doctor.
- Te puedo asegurar que aunque yo esté bien, tanto ella como yo sufrimos en silencio, Victoire.- dijo Vincent bajando la cabeza. La criada se percató del tono de tristeza que el anciano había añadido a sus palabras. Pensó que era mejor no decir ni una palabra más y, recogiendo la bandeja y observando el café por última vez, abandonó la habitación. Antes de cerrar la puerta del todo miró hacia la ventana y después miró atentamente a Vincent. La última estampa que tuvo de él antes de irse fue la de un anciano comenzando a derramar lágrimas inevitables. Cuando Victoire abandonó la sala, Vincent se sumergió en sus recuerdos, ante el amparo de la lluvia de París.
La vida de Vincent nunca fue agradable. Creció en Alemania, en un orfanato sucio y lúgubre. Nada se sabía de sus padres. Algunos decían que habían sido asesinados por unos empresarios que les debían dinero. Otros comentaban de lado a lado que la muerte había sido causada por un accidente de coche. No tenía familia, ni amigos. La gente que le rodeaba se comportaba mal con él: le insultaban, le pegaban y le humillaban, riéndose de él. El entretenimiento favorito de los niños del orfanato era recordarle todos los días y a todas horas lo solo que estaba, soledad que acabaría por marchitar su infancia.
Cuando cumplió dieciocho años, un hombre realmente extraño visitó el orfanato por la noche. Era un día lluvioso y nublado. Vincent nunca había oído hablar de él. A pesar de que el misterioso personaje nunca desveló su identidad, el desgraciado chaval pudo salir del infierno en el que había vivido toda su infancia y adolescencia. Todos los intentos de saber su nombre fueron en vanos para Vincent. Tras muchas veces insistiendo, el extraño se dignó a responderle al chico, pero como era de esperar, con un nombre clave: Noir. Noir le dijo a Vincent que lo llamaría así durante todo el tiempo que estuviera con él, ya que, debido a deudas y problemas personales, lo buscaban. Vincent pensó que esa podía ser la verdadera razón por la cual Noir no desvelaba su verdadera identidad. En lo que se refería a trato, el chico estaba muy contento. Noir lo llevó a su mansión de París y lo instaló. El hombre no tenía familia y vivía solo con su criada. Vincent había descubierto el verdadero sentido de la libertad. Noir le daba todo lo que deseaba. Podía ir a los sitios que quisiese. Podía hacer lo que le apeteciera. El mundo se abría a un nuevo Vincent que estaba dispuesto a vivir su vida de verdad, sin compañeros de orfanato que intentaran destruir su existencia.
El chico se rindió muy pronto a uno de los placeres que durante toda su vida había sido un pecado mortal para él, siendo algo desconocido para todos sus sentidos: el amor. Vincent se enamoró de una chica un año menor que ella, pero ésta era muy egoísta e independiente y debido a su trabajo de modelo, nunca disfrutaba de su intimidad con Vincent. Éste, que trabajaba de periodista colocado por Noir, pensaba que él era el culpable de todos los infortunios de su relación con Mariela, que así se llamaba la individualista modelo. Pasó el tiempo y Vincent se apartó cada vez más de Mariela, dejándole espacio para lo que ella consideraba su vida: su imagen. Con una punzada de dolor en el corazón, una noche fría de invierno en casa de ella, la miró a los ojos y le expresó su desesperación a través de su mirada. Mariela, confusa, no se daba cuenta de que Vincent quería pasar más tiempo con ella y acabó por irse a su habitación, rota en lágrimas. El chico sintió como si la lava de un volcán en erupción le atravesase el cuerpo, quemando lo más profundo de su alma. Mariela no quiso saber nunca más nada de él. Para Vincent, el hecho de que la relación se acabara supuso un gran alivio para él. Él la amaba, sí, pero ella no ponía de su parte todo lo que a él le hubiese gustado. Más tarde comprendería que, en realidad, ella no había hecho nada para resucitar la relación.
La vida pasaba ante los ojos de Vincent como un huracán de sentimientos. Le gustaba su profesión de periodista cultural. Además, estaba muy contento con su sueldo y su nivel de vida. Había dejado años atrás su búsqueda de la verdad por la identidad de Noir. Se limitó a pensar que él lo había salvado de aquel infierno que durante toda su infancia fue su prisión eterna, y que no tenía derecho a violar la intimidad de su héroe. Aún así, durante toda su vida, Vincent había pensado que Noir escondía secretos que ni los más perspicaces detectives podían descifrar. Una vez, cuando el aliento de la primavera estaba empezando a rozar las cálidas y alegres flores del jardín de la mansión, Vincent descubrió a Noir llorando en una de las habitaciones. Cayó en la cuenta de que aquella misteriosa sala siempre había permanecido cerrada y pocas veces había visto a Noir entrar en ella. Su héroe estaba doblando un papel con delicadeza y lo estaba colocando dentro de un libro. Vincent no podía descubrir de qué libro se trataba porque observaba a Noir desde la puerta, que estaba entreabierta. Noir colocó el libro en la estantería que tenía enfrente y se secó las lágrimas. Se giró y apoyó las manos en la pared, rompiendo de nuevo a llorar. La habitación estaba muy sucia y parecía una especie de escritorio viejo. Había un cuadro que adornaba la pared del fondo. Noir se acercó a él y lo acarició. El cuadro retrataba a una mujer bellísima. Parecía como si hubiera sido engendrada por los mismos ángeles. Vincent nunca había visto a aquella mujer de extrema belleza ni había oído nunca su voz, pero aún así, se la imaginaba como una melodía dulce y celestial, capaz de amansar hasta el más temible de los monstruos. Noir se contuvo las lágrimas por segunda vez.
- Algún día lo encontrará, Isabelle.
Esas palabras se quedaron grabadas en el corazón de Vincent para siempre. Las lágrimas del hombre que lo había salvado y la intriga de la carta que había introducido en el libro habían despertado en él un torbellino de confusión que se acrecentó más cuando oyó el triste tono de voz que Noir había dirigido al cuadro, que presentaba a la preciosa Isabelle. ¿Quién era Isabelle? ¿Por qué Noir nunca le había hablado de ella? ¿Qué se supone que se debe encontrar, y quién lo debe hacer? La confusión, el misterio, la intriga y la desesperación acabaron por acompañar a Vincent durante todo su camino.
Poco a poco los recuerdos de Isabelle y de Noir se fueron desvaneciendo de la mente de Vincent, aunque recordaría los fósiles de aquellas memorias por siempre. Noir murió una fría noche de invierno cuando Vincent tenía treinta años. Había contraído una rara enfermedad que los médicos no podían descubrir y murió en la cama rodeado del único que le había hecho feliz en toda su vida: su hijo adoptivo Vincent. Aquella noche sería recordada por todos los habitantes de París. Una fuerte tormenta azotó la ciudad destrozando varias estructuras y dañando a varia gente. Noir expiró tras caer un rayo en la mansión que paralizó toda la electricidad, dejando la vivienda a oscuras. Cuando Vincent encendió una vela, se dio cuenta de que la de Noir se había apagado ya. Tapó con las sábanas a su salvador después de besarle en la frente entre lágrimas. El entierro fue unos días después. Sólo Vincent acudió con flores. Nadie más se presentó. El chico heredó la mansión y todo el dinero que tenía Noir en el banco bajo una cuenta falsa. Para limpiar su nombre, Vincent pagó todas las deudas que Noir había mantenido en vida tras descubrir unos papeles sobre su escritorio que lo delataban. Vincent decidió buscar el libro que había alimentado su misterio años atrás, el libro donde había escondido esa especie de papel doblado. Giró el pomo de la puerta y comprobó, para su sorpresa, que permanecía abierta. Había estado abierta desde el día en que murió Noir. Vincent pensó que Noir sabía que iba a morir pronto y dejó la tarea de buscar el libro a él, por lo que era el elegido de encontrarlo. Tras repasar todos los libros de la estantería y mirar las páginas una por una, Vincent se dio por vencido al caer la noche. La habitación iluminada tenía mejor aspecto que sin luz. El rostro de Isabelle brillaba unos metros más allá, reclamando la presencia de Vincent. Éste se acercó al cuadro y lo contempló. Isabelle seguía con la misma belleza que unos años atrás, pura e inigualable. Pero había algo extraño en su rostro. Vincent enfocó la mirada más detalladamente y un espantoso trueno lo asustó. Tormenta de nuevo. Vincent se dio cuenta de que, aunque pareciera increíble, Isabelle estaba llorando. El cuadro estaba vertiendo lágrimas reales, tan líquidas como las gotas de lluvia que se estampaban contra los cristales. Vincent corrió a enjugar aquellas gotas de pena tan rápido como pudo. Mientras lo hacía, los truenos y el sonido de la lluvia envolvían el ambiente en el viejo escritorio. Isabelle lloraba. Lloraba por la muerte de Noir. Pero aún así, la chica no perdía la belleza que la caracterizaba. Era realmente hermosa cuando lloraba. Y ni los gritos del cielo ni la lluvia egoísta interrumpían el llanto de Isabelle, el cual parecía no tener fin. Vincent decidió abandonar el escritorio, dejando a Isabelle cautiva de su silencio y víctima de su propia soledad inerte.
La vida de Vincent parecía llegar a su plenitud. A sus setenta y ocho años, daba por perdida la posibilidad de encontrar el amor y descifrar los secretos que formaban parte del mundo de Isabelle y Noir. La muerte de Noir y el llanto de Isabelle resonaban en su mente como melodías de luto. Todo era tristeza en su interior. Vivía con su criada en la mansión, recluido de la sociedad y de los que intentaban contaminarla. Había empezado a odiar a la gente de París. Él mismo se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en un viejo asqueado y solitario, sin esperanzas de que su vida siguiera su curso hasta el final de una forma decente.
Una mañana de primavera, en la que el Sol brillaba en lo alto del manto celestial como una gran luciérnaga llena de viveza, Vincent recibió una carta que lo invitaba a asistir a una reunión de antiguos compañeros de orfanato. Se preguntó cómo le habían localizado y por qué le habían invitado a dicha celebración si él odiaba a muerte a todos y cada uno de los niños que amargaron su existencia durante toda su infancia. Vincent rajó la invitación en mil trozos y la quemó después de hacerla una bola de restos de papel. El fuego de la chimenea del gran salón se encargó de liquidar aquella invitación que fue considerada por el anciano como una falta de respeto y una burla imperdonable. Aún así, por la tarde se planteó el ir o no. Aquellos niños habían hecho de él un infierno con piernas, lo habían convertido en un ser despreciable durante su niñez y sólo cuando Noir apareció, Vincent volvió a nacer. Reclamando la venganza que le pertenecía, decidió acudir a la reunión para restregarles a todos los antiguos alumnos del orfanato lo feliz que era ahora, aunque su felicidad se hubiera esfumado años atrás con la muerte de Noir. El sobre de la carta rezaba una calle conocida por el anciano, a la que fue para iniciar su plan de ‘falsa vida’.
- Por aquí no se puede entrar, señor.- dijo una voz dulce a sus espaldas cuando Vincent se disponía a entrar en la gran casa donde se celebraba la reunión.
Cuando Vincent se giró para ver quien le estaba hablando, su corazón sintió una sensación extraña que le provocaba un gozo maravilloso. Era como si el eco de las palabras de aquella joven que estaba mirando fijamente se hubieran colado en su corazón, viejo y desgastado, y le hubieran iniciado el reloj de la vida de nuevo. La joven, de ojos azules y cabello moreno como el carbón que extraían los mineros de las historias de los libros de Noir, le sonrió y le condujo a la entrada de la casa, pues la que había decidido escoger Vincent estaba bloqueada por derrumbe. Más tarde, ya en la reunión, Vincent no solo consiguió despertar la envidia de sus antiguos compañeros gracias a su eficaz arte para mentir, sino que también consiguió averiguar el nombre de la chica que se había encontrado en la puerta: Juliette. Era hija de un antiguo alumno del orfanato, precisamente el que más odiaba Vincent: el viejo Isaac. Vincent comparó la belleza de la joven Juliette con el retrato de Isabelle, la supuesta amante o supuesta familiar del fallecido Noir. Definitivamente no podían compararse porque cada una era preciosa a su manera. Juliette, de ojos claros como el manantial cristalino que una vez Vincent fotografió en uno de sus viajes, y labios finos, impregnados de ternura. Isabelle, toda una hermosa mujer con una mirada desafiante y dulce a la vez, que derramaba pasión por donde quiera que deseara. A partir de ese día, Vincent no dejó de ver a Juliette. Obtuvo su dirección y su teléfono, y aunque, no se manejaba muy bien con los móviles, la llamó casi todos los días, sin importarle la edad ni las circunstancias. Tenía una edad muy avanzada y sentía que podía ser feliz los últimos años de su vida con ella. ¿Qué más dará si ella tiene veinticinco o treinta, y él setenta u ochenta? Lo importante es que Vincent se estaba enamorando poco a poco de ella, a base de llamadas tiernas y paseos por los Campos Elíseos, los alrededores de la Torre Eiffel y la catedral de Notre Dame. Juliette, que sentía que Vincent presentaba una mentalidad más joven de lo que aparentaba su físico, estaba muy a gusto con el anciano. Nunca nadie la había tratado tan bien. Los dos habían vuelto a nacer; y esta vez de verdad. Las tardes de café eran interminables por las calles de París, desafiando a los murmullos de la gente que veían con malos ojos la relación de amistad. ¿Qué importaba si había amor? Un amor por parte de los dos que ninguno se atrevía a confesar por miedo al rechazo.
- ¿Crees que la edad es un impedimento para el amor, Juliette?
- No existen barreras para el amor, Vincent. Mirarán por las esquinas, radiantes de envidia y de recelo. Pero la verdad es que…
- No me importa.- dijo Vincent leyendo el pensamiento de Juliette, que iba a decir exactamente lo mismo.
El silencio reinó en el banco donde estaban sentados. Nada más hizo falta para completar la escena. Nada más hizo falta para que Vincent besara a Juliette apasionadamente, como si entregara su vida al alma de la chica. En ese primer beso tierno y romántico iban lanzadas como balas las palabras ‘soy feliz, tarde, pero lo soy.’  El mundo se convirtió en un escenario de sensaciones para Vincent y Juliette, cuyos paseos y escapadas románticas les hacían amarse cada día más. A pesar de todo el cariño y toda la ternura que desprendían, Agatha, madre de la chica, se oponía a la relación tajantemente, ya que pensaba que una relación así solo llevaba a desgracias y soledad por parte de Juliette, que tendría que hacer frente a su dolor cuando Vincent no estuviera. A Juliette no le importaba que Vincent fuera mayor o menor, solo se preocupaba por hacerle feliz y pasar todos los días demostrándole a su madre que el anciano era un hombre vivo desde que salía con ella, todo un caballero que había vuelto a nacer y esta vez, mientras estuviera a su lado, no envejecería por dentro. Y así, ante la mirada llena de envidia de Agatha y la aprobación del viejo Isaac, que había cosechado una amistad increíble con su yerno, Vincent y Juliette se casaron en Roma dos años después de haberse conocido. Pero no fueron las miradas de odio de la madre de la chica las que la debilitaron meses después, sino una terrible enfermedad que la mantuvo en cama por semanas. Cuando parecía recuperarse, volvía a enfermar. Vincent sentía que la historia se volvía a repetir. La enfermedad que se había llevado a Noir estaba marchitando los pétalos de la juventud de su querida Juliette.
Vincent despertó de sus recuerdos. Era de noche y seguía sentado contemplando la lluvia, cuyas gotas habían sido testigos de desgraciados sucesos de su vida muchos años atrás. Se levantó de su asiento y cruzó el pasillo para ir al viejo escritorio. Mientras cerraba las ventanas para irse a dormir, algo se oyó dentro de la estantería. Los relámpagos iluminaron un libro que parecía querer asomarse. Vincent lo cogió y pudo observar que un papel que le resultaba conocido se cayó de su interior: una carta. Era la letra de Noir. Vincent leyó las palabras de la carta una y otra vez, sin dar crédito a lo que veía. Noir, el extraño desconocido que lo cuidó durante toda su vida, era su padre. Según rezaba la carta, Noir y su esposa, Isabelle, la madre de Vincent, habían escapado a Rusia por problemas con la policía y las deudas. Vincent, dejando caer las lágrimas por su rostro, miró por última vez el bello retrato de su madre y abandonó la habitación.
Juliette se encontraba medio dormida cuando Vincent abrió la puerta de su habitación y se puso de rodillas a su lado. Parecía como si Juliette estuviera inconsciente, con la pequeña diferencia de que tenía los ojos abiertos. Nada se podía hacer ya.
- ¿Me oyes, preciosa?- le susurró Vincent acariciándole el rostro entre lágrimas.
Vincent le agarró fuerte la mano, dejando que sus lágrimas la mojaran suavemente. Cuando el trueno más fuerte rugió en el cielo como una explosión, Juliette cerró los ojos para siempre. Envuelto en lágrimas y muerto de dolor, recordando sus viejos tiempos con su Juliette, Vincent se acurrucó junto a la chica y se fue con ella. En el escritorio, el retrato de Isabelle volvió a llorar. Definitivamente, el amor no conocía barreras.

martes, 2 de abril de 2013

El amargo sabor del fracaso




EL AMARGO SABOR DEL FRACASO

Salía de casa a las doce de la noche. La calle principal estaba totalmente a oscuras y hacía un frío terrible. El manto gigante de la penumbra se fundía con el cielo aquella madrugada. Solo dos farolas medio encendidas alumbraban la gran avenida. Santiago andaba lentamente, con un cigarrillo medio apagado entre los labios. El frío le estaba congelando de una forma que creyó morir. La calle, desierta, no escuchaba los lamentos de Santiago; permanecía callada, acogiendo el eco de las pisadas del joven desgraciado. Una niebla espesa lo cubrió por completo, colándose entre su cabello desaliñado y su gabardina vieja. Llevaba el móvil en la mano. Aunque decidía guardarlo en el bolsillo todas las veces que él considerara oportuno, nunca dejaba de encender la pantalla y mirarla. ¿Dónde estaba aquella llamada perdida, o ese mensaje que tanto esperaba? Pensó que se había esfumado con el bullicio que horas antes había adornado la calle principal. O quizás se escondía entre la niebla, callado y paciente.
Los ojos de Santiago estaban hinchados de tanto llorar para nada. Las comisuras de la boca estaban agrietadas, gastadas. Tenía la nariz herida, como si se hubiera golpeado. Su cabello desaliñado y sucio y su aspecto de vagabundo sin pretender serlo se perdían entre la niebla, que cada vez que se hacía más densa. Su expresión era de derrota, de fracaso absoluto. Santiago se sentía perdido, desesperado. Sus gritos de silencio se ahogaban por la calle a medida que andaba, nervioso por encontrar algún sitio donde perderse para siempre. Cuando iba a doblar la esquina para buscar su paraíso infernal, Santiago observó que alguien le estaba mirando fijamente. Sus ojos se clavaron de inmediato en una mujer que se encontraba sentada entre algunas bolsas de basura. Su aspecto era muy desagradable, con heridas abiertas por todos lados. Si él no se hubiera dado cuenta de que ella emitía extraños sonidos y parpadeaba, habría creído que estaba muerta. Estaba medio desnuda y tenía algo en su regazo. Al principio creyó que era comida de la misma bolsa de basura, pero se dio cuenta de que era un bebé. La mujer lo movía entre sus delicados y sucios brazos. Santiago se acercó un poco más. El bebé estaba dormido, pero tenía en el rostro una expresión rara. Pudo comprobar que los sonidos que emitía la mujer eran versos en forma de nana. Algo paralizó al chico, que cada vez se acercaba más para contemplar la dulce escena: el bebé estaba muerto. Santiago notó que sus piernas no le respondían. El niño no respiraba y su blancura demostraba que aquel ser pequeño y bello no pertenecía al mundo de los vivos. Santiago observó a la madre, que seguía cantando como si su niño pudiera oírla con sus pequeños oídos. Algo dentro hizo que su corazón explotara en compasión y lástima. Aquella mujer no se daba cuenta de que su hijo no estaba vivo.
- Señora, su bebé…
- Lo sé.- pronunció la mujer arrastrando las palabras como si fueran cadenas de agonía.- Mi niño se ha ido. Pero no por eso no merece que le cante con mi mejor canción. Él permanece en mi corazón. Ahí sigue con vida.
Para su sorpresa, Santiago se incorporó de nuevo y observó a la mujer con pena. Había creído por un momento que estaba loca, pero no, sabía que su hijo ya era inerte. De pronto, de los ojos de la mujer empezaron a brotar lágrimas. Santiago no sabía qué hacer. La tristeza de la mujer se unía a la fría noche y al silencio de la calle. Sólo sus sollozos cubrían el ambiente a miseria y penumbra. Santiago no sabía qué hacer para consolarla, pues se encontraba de pie, quieto, petrificado ante semejante escena. A veces contemplaba el cadáver, con la esperanza de que todo fuera una pesadilla y que estuviera vivo, pero nada: el niño no se movía.
- Me niego a irme sin ayudarla.- se atrevió a decir tras algunos minutos de desesperación, pues su fatiga se lo estaba comiendo por dentro.
- Nadie puede ayudarme.- se lamentó la mujer, que parecía haber probado demasiado pronto el sabor de la despedida.- Moriré aquí con él. No quiero abandonarlo. No ahora. Desde que nació estuvo entre mis brazos, calentito. Yo lo protegeré de esta noche, y mañana por la mañana me habré ido con él a donde esté. Y ya no habrá dolor para nadie.
Las lágrimas de la mujer cesaron. Se acurrucó con su bebé entre las bolsas de basura, dejando ver sus heridas a la luz de la Luna. Santiago, por su parte, apagó el cigarrillo y lo tiró. Se puso de rodillas y depositó sus manos en ellas. Después bajó la cabeza y cerró los ojos, inclinándose ante aquella mujer que parecía perder el aliento en cada mirada que lanzaba a su hijo, preocupándose más por él, que ya no vivía, que de ella, que faltaba muy poco para que dejara de hacerlo.
La madrugada parecía llegar a su momento de más intensidad. La oscuridad iba tragándose la luz restante que mantenía vivo el débil ajetreo de la ciudad. Santiago siguió su rumbo, perdido entre la niebla. Se aseguró de no pensar en aquella mujer y su bebé muerto, pero le era inevitable hacerlo. Se arrepintió y se sintió culpable de no poder haber hecho nada por aquellas personas, que se entregaban poco a poco al amparo de la noche. Cuando dobló la esquina, algo le llamó la atención desde lejos. La calle donde se encontraba estaba completamente vacía y los periódicos volaban al compás del aire, deleitándose tras un leve y escalofriante ruido provocado por el viento. Una luz brillaba a lo lejos y parecía como si se moviera. Santiago, confuso por el movimiento de aquel destello, decidió correr para averiguar tal enigma. Para su sorpresa, se encontró a una figura tirada en el suelo bañada en un charco color carmín: sangre. Una persona estaba herida en el suelo, y, a su lado, otra levantaba un cuchillo en alto que brillaba a través de la niebla. Santiago descubrió la procedencia de la luz.
- ¡Quieto! ¡No lo hagas!- gritó el joven errante, intentando parar al hombre que sujetaba el cuchillo con las manos.
- No hay nada que hacer. Es demasiado tarde. Lo maté.
Santiago volvió a sentir la misma sensación de parálisis que había sentido cuando había visto morir a la madre con su niño. Esta vez, una bocanada de rabia le subió por el esófago. Había presenciado un asesinato en medio de la calle, desierta, y de noche. Pensó que si quedaba allí parado, aquel hombre acabaría también con su vida. Sería mejor echar a correr antes de que el cuchillo se abalanzara sobre él, causando otra desgracia que acabaría con su propio aliento. O quizás, en vez de intentar cometer otro delito contra la vida humana ajena, aquel hombre se suicidaría, arrepentido por lo que había hecho. Miles de posibilidades llamaron a la puerta de la mente de Santiago, asumiéndolo en una fatiga increíble que provocó que empezara a sudar.
- Era mi hermano.- se atrevió a decir el asesino contemplando el cadáver.
- ¿Por qué acabaste con él?
- Se fugó con mi esposa. ‘Escapada romántica’.- dijo el hombre con un tono de asco que a Santiago le pareció desagradable.- Éste era un desgraciado. Creo que la muerte es demasiada tranquilidad para él. Tenía que haberlo torturado, ¿no crees? Ese sí que sería un buen castigo…torturarlo hasta la muerte. Sufrimiento, dolor…
Aquel hombre arrastraba las palabras como si fuera una serpiente. Santiago no daba crédito a lo que oía. Estaba ante un psicópata que disfrutaba haciendo planes de tortura fallidos. Por un momento pensó que dicha tortura podría ser practicada con él para otras posibles víctimas, pero el aspecto amenazante de su receptor, que parecía que en cualquier momento se iba a abalanzar a degollarle con el cuchillo, le atemorizó aun más, haciéndole olvidar aquellas conclusiones.
- ¿No te parece buena idea?- preguntó el asesino, esperando con impaciencia la respuesta de Santiago, como si dependiera de ella.
- Estás loco.- dijo Santiago expresando lo primero que se le vino a la mente, sin tener en cuenta el riesgo que corría.
El asesino se abalanzó sobre él y le bloqueó los brazos, colocándole el cuchillo frente a los ojos. Su mirada era la más temible que Santiago había visto jamás. Era como si una bestia feroz se le hubiera echado en lo alto, arrollándole todo el poder de sus sentidos. Santiago se sentía prisionero de un desconocido, cautivo hasta desde sus propias fuerzas para contraatacar. Sacó la voluntad de algún sitio inimaginable y se quitó al asesino de encima, arrojándolo brutalmente a un lado. Santiago comprendió que lo que había hecho había sido su perdición: ese era su final. En cualquier momento, el psicópata se le echaría encima y lo bañaría en sangre con puñaladas.
Pero el hombre no se movió. Permaneció en el suelo. Santiago se acercó con cuidado al cuerpo paralizado del asesino, intentando encontrar algún rastro de consciencia. Pero no se movió nada. Algo le pareció extraño: el cuchillo no se encontraba a su lado. Santiago se imaginó lo peor que se podía imaginar. Para confirmar sus temibles sospechas, levantó el cuerpo y pudo observar el cuchillo clavado en el corazón de aquel hombre, con un charco de sangre debajo. Había matado a su propio verdugo. La suerte le había acompañado esta vez pero no sabía si era mala o buena. ¿Qué debía de hacer ahora? ¿Eso era lo que se sentía tras haber matado a una persona accidentalmente? Intentó barajar las distintas posibilidades. Por un lado, el asesino había matado a su hermano y se merecía ese final. Por otra, Santiago le había arrebatado la vida a una persona. Era un accidente, pero no era ninguna pesadilla: lo había matado de verdad. El horror empezó a subir por el esófago de Santiago. No sabía qué hacer, estaba completamente aterrorizado. Por un momento había olvidado la desdicha de la mujer y su problema inicial, el que ocupaba toda su mente minutos después de salir de casa.
La niebla pareció disiparse. Santiago caminaba más hundido que antes. La carga emocional que se había adentrado en su mente debido a lo ocurrido aquella noche estaba acabando con él poco a poco. La mujer, el niño, el asesino, el cadáver de su hermano, el intento de acabar con su vida… ¿Qué más podía ocurrir? Se había convertido en asesino en cuestión de un cuarto de hora y se sentía frío, distante de todo lo que le rodeaba, y sobre todo diferente. Caminó un poco más y encendió otro cigarrillo, envuelto en nervios. Entró a un bar solitario y lúgubre, cuyas luces iluminaban los rastros de la niebla, que se iba perdiendo poco a poco en la oscuridad de la noche.
- ¿Qué le pongo, señor?- dijo el camarero arrastrando las palabras.
- Un café. Bien cargado.- respondió Santiago, sentándose en un taburete y sacando el móvil para retornar a su pensamiento inicial.
Por más que miraba la pantalla, no aparecía ninguna llamada perdida, ningún mensaje o ningún rastro que le asegurase que todo estaba bien. Su cabeza estaba dando vueltas a toda velocidad. Reflexionó sobre qué pensaría Sara si supiera que Santiago era un asesino. Lo odiaría aún más de lo que le odiaba. Se agitó el cabello. El camarero, con gesto sombrío y mirada diabólica, le puso el café ardiendo. Realmente daba miedo verlo mientras limpiaba los vasos. El bar estaba solo; no había ni un alma. Santiago pensó que esa era una de las peores noches de su vida, y una de las más extrañas…
- ¿Esperando señales de vida?- dijo el camarero sin mirar a Santiago, que se frotaba el cabello mientras metía la cabeza entre sus brazos, cuyos codos estaban apoyados en la barra.
- No quiere saber nada de mí…- dijo Santiago con un tono de desesperación que le causó sorpresa.
- Podemos cometer un error en segundos- siguió el camarero parando de limpiar. Dirigió su mirada a Santiago, que seguía cabizbajo y sin ánimos, mirando de vez en cuando la pantalla del móvil para recobrar la esperanza- pero remediarlo nos lleva años y años, incluso siglos. Y cuando creemos que todo está bien, volvemos a caer en la misma piedra. Así funciona la vida humana: una cadena de fracasos infinitos.
- Ahora no me llama. Ni me manda algo para saber que está bien. Me arrepiento tanto de haber pagado mi inseguridad con otro cuerpo…
- Amigo, bienvenido al mundo de la noche. Este bar está casi siempre desierto. A veces salgo a la calle a mirar por los alrededores. Mendigos, desgraciados, ladrones, muertos de hambre que se dedican a la delincuencia, niñatos…la noche es un refugio para todos ellos. Por el día se equivocan, huyen de los problemas. La noche les da amparo y silencio, lo que ellos necesitan para protegerse en su tormento. No se dan cuenta de que son fracasados; no aceptan la derrota, y por eso buscan oscuridad para ocultarse.
- Supongo que formo parte de ellos ahora que he vuelto a caer en la misma piedra.
El camarero se paró en seco. Miró fijamente a Santiago y se acercó con expresión de que le contara más detalles. Le habló de la mujer moribunda entre las bolsas de basura, de la nana y de su niño muerto. También le mencionó al asesino y a su hermano, y el crimen que había cometido sin querer. Después del relato el camarero frunció el ceño.
- Tranquilo. Hoy en día a la mayoría de asesinos los dejan sueltos por las calles. Y ellos corren a refugiarse en la noche, ocultándose de todo.
- Yo no quería…
- Silencio. Oigo algo.- dijo el camarero dejando el trapo encima de la barra y saliendo de ella, atravesando la puerta para ver lo que sucedía. Intento llamar la atención de Santiago, que seguía sumido en sus pensamientos. Éste se dio cuenta de que todas las personas que había visto aquella noche habían probado el sabor tan amargo de la derrota: la mujer y el niño, el asesino y su hermano…todos habían muerto, sin la oportunidad de arreglar los errores que habían cometido. Seguramente la mujer murió por desatenderse a ella misma y descuidar a su pequeño excepto cuando lo veía todo perdido en el último minuto. El asesino estaba cegado por los celos y acabó con su hermano, lo que le produjo una increíble rabia que pagó con Santiago, que a su vez acumuló una aberración más: asesinar a una persona. La desesperación y el sufrimiento personal pusieron al chico en una agobiante situación. El camarero seguía captando su atención.
- ¡Corre, rápido!- exclamaba desesperado.
Santiago fue a ver. No podía creer lo que veía. A lo lejos, casi al final de la calle, alguien idéntico a él llevaba a Sara en brazos. Ésta lloraba y pataleaba, como si no quisiera ir con su portador. Santiago se dio cuenta de que quien llevaba a la chica en brazos era él mismo. Corrió, gritando desesperado, sin nada que perder. Pero su doble corría más y más rápido y los gritos de horror de Sara se hacían más fuertes, hasta que se distorsionaron de una forma que se convirtieron en berridos extraños, como de monstruo.
Santiago abrió los ojos. Miró a su alrededor. Estaba tendido sobre la cama, vestido con una camiseta de manga corta y un pantalón largo a modo de pijama. La luz del Sol entraba por la ventana. Sara apareció por la puerta con el desayuno y una de sus mejores sonrisas.
- ¿Cómo ha dormido mi príncipe?
Santiago se dio cuenta de que todo había sido una pesadilla. Parecía todo tal real que le costó despertarse. Abrazó a su novia y la besó suavemente, como si quisiera disfrutar de sus besos lo máximo posible, como si quisiera parar el tiempo para nunca más hacerlo volver.
- Nunca te dejaré ir. Te lo prometo. El simple hecho de pensar que te puedo perder me hace convertirme en un monstruo. No puedo vivir sin ti. Si me faltas, soy solo un fracasado…
- Nunca me perderás, Santi.- dijo Sara con una sonrisa.- Prometido.

Y diciendo esto Sara se abrazó a su chico, sonriendo mientras cerraba los ojos fuertemente. Santiago recordó el consejo del camarero y decidió eliminar las piedras de su camino. La buena suerte le había dado un aviso. No tendría tanta fortuna la próxima vez, cuando los errores le atormentaran de verdad.